LOS AMANTES

A esta carta se le atribuye la letra hebrea Zayin, la espada que separa y, paradójicamente, permite la unión. Su correspondencia planetaria es Mercurio, mediador de mundos, mensajero entre lo alto y lo bajo. En la iconografía tradicional, una figura revestida con túnica sagrada oficia la unión de una pareja de linaje real. Pero en su lectura más profunda, esta escena no alude solo a un enlace humano: representa el instante primordial en el que aquello que fue dividido al nacer el Universo —la Nada y el Algo, el Aquí y el Allá, lo visible y lo invisible, la fuerza que empuja y la que atrae, el Yo y el Tú— vuelve a buscar su integración en una sola realidad indivisible. Los opuestos, que sostienen con su tensión la maquinaria del ser, se reconocen y se funden en un estado arcaico y paradisíaco de unidad. El arte alquímico ha perseguido siempre este misterio: reconciliar lo aparentemente irreconciliable, fundir las simetrías contrarias hasta que surja una totalidad que trasciende toda dualidad. En esta carta ese proceso comienza a revelarse con claridad, como la antesala de la gran Obra que culmina más adelante. La pareja se encuentra sobre un suelo ajedrezado de losas blancas y negras, reflejo del mundo dual que ahora intentan trascender. La Reina se sitúa a la izquierda; el Rey, a la derecha. Su apariencia recuerda a la de héroes antiguos, casi mitológicos, como figuras de una épica alquímica medieval. La piel de él es de un dorado rojizo profundo, cercano al negro; la de ella, clara y lunar. En el pecho de su vestidura dorada resplandece un emblema rojo con forma de cabeza de león; en el traje plateado de ella, se eleva el símbolo de un águila blanca. Él porta una corona de oro; ella, una de plata. Sus coronas, de diseño singular, evocan tocados de una realeza venida de otros planos, como si pertenecieran a un linaje estelar. Ambos llevan capas rojas ribeteadas de armiño, signo de dignidad y de sacrificio. Sus manos se entrelazan: la derecha de él sostiene la izquierda de ella. Con su mano izquierda, él empuña una lanza; en su derecha, ella sostiene el Santo Grial. La unión del arma y del cáliz, del principio activo y del receptivo, del impulso y la contención, resume en un solo gesto todo el misterio de la alquimia interna. Alrededor de ellos flota una imagen en miniatura de la misma pareja, como dos entidades traviesas que les sostienen las capas, a modo de diminutas damas de honor. Una figura femenina, de tono claro y vestidura plateada, sostiene la capa del Rey; un pequeño ser masculino, de piel oscura y traje dorado, sostiene la de la Reina. Son ecos de sus naturalezas, desdoblamientos de su dualidad que asisten al rito de su integración. En la parte superior de la composición, un huevo alado de suave tonalidad gris presencia la escena. En su superficie se abre un único ojo, silencioso y vigilante. Del huevo brotan alas angélicas y pende un flagelo en forma de cola de espermatozoide, imagen del germen cósmico, de la potencialidad de todos los mundos prefigurados en una sola forma. Un arco de oro, semejante al de la carta de la Luna, se extiende también en lo alto, pero aquí su flecha apunta hacia abajo, hacia el centro de la unión. La flecha está adornada con plumas de martín pescador, ave de aguas quietas y reflejos imposibles, mensajera entre los reinos del aire y del agua. Toda la carta respira una solemnidad silenciosa. No hay drama, no hay lucha: solo la certeza de que aquello que estuvo separado desde los albores del tiempo ha encontrado, al fin, el modo de reconocerse en el otro y regresar, por un instante eterno, a la unidad perdida. ART Leo Vicent Ver menos

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