EL ARTISTA VAGABUNDO

Viendo trabajar en silencio al viejo Arashi-san me venía a la cabeza la frase de aquél gran pintor japonés que fue Hokusai. Decía este: " A los ochenta años todavía haré progresos, y cuando tenga ciento diez, cada linea que salga de mis manos estará viva."
Era mi sensei un niño y un dragón: Insensible, tierno, apasionado, cruel, afable... Transfiguraba el mundo de todos los días con su mirada luminosa, del predador que no se pierde ningún detalle alrededor. Una mirada penetrada por el viento.
Tenía en un dedo volcanes encendidos y flores de cerezo. Eso en el índice derecho, porque en el izquierdo portaba, como un anillo, el tifón que encrespa el mar y los jardines de roca. Así que imaginad como temblaba yo cuando enfadado por mi pereza amenazaba con darme un cachete.
A veces empinábamos el codo más de la cuenta. Bebíamos sake hasta bien entrada la mañana. Cuando se le encendía la nariz, ya risueño y chispeante, se ponía a pintar.

-Mi padre era criador de caballos-me dijo.- Yo me encargaba de la doma, pero solo podía domar a la bestia si previamente había bebido.

Bajo su pincel las figuras surgian como de entre la brumas de una tormenta. Garzas, gatos, pétalos de peónias, verdes insectos...

Convertido en el pincel mismo, su muñeca engendraba las diez mil cosas y los diez mil seres. Todo estaba vivo. Todo lo que yo alcanzaba a ver estaba cubierto por el hálito fresco del rocío de la primera mañana de la creación. Y aquél viejo pintor vagabundo parecía brillar erguido en la risa.

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