EL PINCEL-12
El escriba de Saqqara está en el museo del Louvre. En su mano derecha falta la aguja de escribir o el cálamo. En la izquierda sostiene el papiro desenroscado. Lo cierto es que su mirada no se concentra en sus manos ni en lo que podría estar escribiendo. No, sus ojos continúan atentos a los ibis, a Ra Hoor Kuit quizá, a las cruces de la vida, a los lotos. Vive de las tintas. Sentado. Centrado. Los ojos son el reflejo del espíritu. Hay más vida en sus labios que en todos los turistas que deambulan por la sala. Une cielo y tierra, el corazón a la cabeza, el saber al ser. Su postura es similar a la del meditante, aquél que como dicen en Oriente muere dos veces al día, solo necesitaría tener la mano izquierda sobre la derecha y los pulgares unidos por las yemas sin formar ni montañas ni valles. Tanto da...
Lo que el meditante deja escapar de sí gracias al río del cuerpo, el escriba debe atarlo a la imagen. Siempre hay que atar en colores lo que el devenir nos da y nos quita.
El escriba formado en la casa de la vida tiene los ojos de las rapaces y la paciencia del pescador que devuelve lo capturado al agua. Sabe que ha de ver y mostrar lo que a los otros se les escapa.
Lo que el meditante deja escapar de sí gracias al río del cuerpo, el escriba debe atarlo a la imagen. Siempre hay que atar en colores lo que el devenir nos da y nos quita.
El escriba formado en la casa de la vida tiene los ojos de las rapaces y la paciencia del pescador que devuelve lo capturado al agua. Sabe que ha de ver y mostrar lo que a los otros se les escapa.