EL ESTUDIO


Hay ciudades que parecen estar dormidas en el aire, colgadas de una luz dorada y sorprendida, casi islas móviles, con alegres caminos por la cintura. En toda obra, huyendo del artesano, hay una pincelada que se queda sola, como montado en el aire, y más que una pincelada un eco misterioso de algo, una puerta para una revelación más intensa: algo que es más que real, y no obstante, solamente unos gestos que sueñan. Pues esa ciudad, en el regazo de la tierra, sería como una pincelada única. Ahora está bajo las aguas. Por el arco del pan se llegaría al mercado y por el arco de león a una plaza que tendría forma de concha. Hay niñas que juegan con el zureo de las palomas y señores que visten lobo con piel de nutria, tiene una alta torre como una lanza, con largas ventanas encristaladas de colores. Una posada llamada del Dragón y cambistas con gorros de Carcosa, verdes con una cinta negra, y en la mano la balanza de plata, como una gran araña. Los extranjeros beben en las tabernas los vinos perfumados y cuentan historias de sus países y de sus caminos, y siempre, que es obligatorio en los viajes donde no hay cadenas de maletas todas iguales, estarán escuchando como si les hablase una mujer desconocida, desde un sueño.
Ninguna historia me gusta más en las que pasa un instante, por el fondo del cuadro, una mujer bella y silenciosa, de la que nada se sabe: siempre hay un viajero que se enamora y se queda en la puerta mientras cae la noche, intentando besar con sus labios encendidos la fugitiva y escondida blancura.
Y habrá en la ciudad una casa oculta tras un muro y un jardín, y en ella un gran pecado.
Tiene la ciudad siete puertas, y la más pequeña de ella, de madera, conecta con las glorieta de Embajadores de Madrid, que antaño se llamaba el Portillo.
Mi estudio está cerca de aquí. A la ciudad se llega por la mujer. Me instalé aquí después de volver de mis años perdidos, de mis viajes por Japón. Me alquilaron el estudio casi por nada dado que estaba vacío, se venía abajo y la leyenda local decía que estaba encantado.
Lo estaba.
Y lo sigue estando.
Nadie se pone de acuerdo en que año se construyó. Es como si la casa siguiera creciendo por su cuenta.
En su momento estuvo ocupado por punks de los setenta, nuevos románticos y místicos callejeros.
Fue un conocido garito de bacanales y un club gastronómico satánico secreto. Una catequesis.  Una escuela donde se enseñaban las artes del bondage y la dominación, y el arte de la ligadura erótica conocida como shibari.
Durante la Guerra Civil fue un escondite de maquis de paso por la ciudad.
A un corto paseo al norte, está el punto exacto donde Valle Inclán perdió el brazo izquierdo, a causa de un bastonazo en una reyerta de tertulia.
Si paseamos al oeste, en pocos pasos, llegaremos al hospital más antiguo de Madrid, con una capilla dedicada a la Virgen de la que eran cofrades Quevedo, Cervantes, Calderón y Lope.
La tariqa sufí de Isidro el labrador, bailaba sus danzas extáticas a los pies de la antigua muralla que pasaba por aquí, en una zona de muchos rios y huertas
Antes de eso, chamanes de la tribu celtíbera de los Carpetanos acudían aquí en su búsqueda de visiones.
Hay un centro neuralgíco de lineas de energía bajo este suelo, lineas de dragón, Lays, los antiguos caminos de poder, los meridianos de la Tierra.
Bienvenidos al estudio. El último lugar verdaderamente extraño que queda en Madrid
Y lo creáis o no, hoy, mientras mezclo los pigmentos azules y soplo el pan de oro, es más extraño de lo habitual.
Aquí está Leo Vicent para quien quiera algo de él.

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